Cuando nos hieren construimos muros para protegernos, mientras más alto mejor, con muy pequeñas puertas para vigilar atentamente quién entra y quién no. Nos ponemos la mejor armadura para tener una coraza impenetrable. Nos cuestionamos, si me mintió y traiciono esa persona en que tanto confiábamos, que estuvo a mi lado por tantos años, ¿quién más puede estar mintiendo? ¿En quién puedo realmente confiar?
Y la fortaleza se va transformando en un páramo desierto en que la propia voz hace eco en las paredes reflejando el silencio y la soledad. Y al tratar de destruir los muros el dolor inunda desgarrando el corazón. Porque los muros son el vendaje a las heridas y el silencio es el reposo que necesita el alma para sanar.
El tiempo como medicina para reconstruir con nuevas herramientas aquello que se rompió hacia un nuevo yo, más fuerte y completo que el anterior.